Solo era necesario algo de telepatía para quedar en el mismo sitio y a la misma hora; lugar... «el lapero», hora... seis de la tarde, justo después de la merienda. No había césped pero si olor a marisma.
Mientras van llegando… reparo el balón de cuero que me trajeron los reyes este año y que se pinchó el día anterior. La tarde pintaba fresca, como cualquiera de un otoño cualquiera que durante el día había humedecido la tierra. Una vez pegado el parche en la cámara solo quedaba coser la costura del cuero por la que se había extraído la goma; en el recuerdo queda que meses atrás el balón era un amasijo de telas liadas, anudadas y cosidas entre sí. Ahora resultaba mucho mejor jugar a la pelota, era otro nivel, ahora parecía un equipo, aunque cuando el balón se mojaba pesaba mucho más al golpearlo, sobre todo cuando le dabas con la cabeza. Era el precio que había que pagar por los avances del futuro.
El Coloso C.F. le pusimos; un pantalón de deportes azul marino, una camiseta blanca de manga larga a la que mi madre le cosió una cinta azul celeste de manera transversal. La ilusión era enorme. Diseñé el escudo, triangular como el del San Fernando pero con una terminación superior en forma de alas de murciélago, quizás porque después de los partidos nos dedicábamos a tratar de cazarlos en vuelo lanzándoles las boinas negras de nuestros abuelos, y por supuesto el balón con el que jugábamos coronaba el escudo.
Ya estaba todo preparado, han llegado casi todos: Antonio el gitano… el del cagalitri, el Nico, Manolo y José de la paragüera, Salvador el media luna, Rafael el de la falucha, Miguel el cacha, el Chan, Pedro y Juani del boba, Manolo el de Carmen la negra, Paco el del pintor, el farroba, Paco el de la panadera, Pepe el de Juanele y mi primo.
Es hora de escoger al personal, se sorteaba quienes elegían y uno tras otro iban seleccionando a quienes querían tener en su equipo. Se pone el balón en juego y comienza el partido, aparecen los masconatos… la situación era propicia, no había líneas que delimitaran el terreno, unas piedras hacían de palos en las porterías pero hoy no hemos tenido suerte; recién acabamos de empezar cuando veo a mi madre a lo lejos gritando mi nombre y diciéndome que no juegue más o se lo dirá a mi padre, que sudo mucho, y por el lado opuesto vemos a Fernando, el capataz de la salina donde se ubicaba el lapero, que debe de andar de mala leche, acercándose con su Guzzi para desbaratar el partido. Tocaba correr y saltar la pajereta. Mañana será otro día y quién sabe, igual algún día uno de nosotros gana más de cinco mil pesetas al mes dándole patadas al balón… balón que al menos esta vez no se pinchó.
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